En pleno verano, cuando de la capital se escapan los que pueden hacia la sierra o la playa, Madrid sigue viva, entregándose al calor y a sus vecinos y visitantes con la soberbia laberíntica y la pura sencillez de una gran ciudad.

Impertérrita se alza la Puerta de Alcalá a toda temperatura, orgullosa puerta de brazos abiertos para todos. Siguen abiertos los museos, los parques, el callejeo, las tiendas, los mercados. Y quien quiere vivir Madrid, lo hace sin miedo al verano. Momento único de visitar sus bares, restaurantes, cervecerías y tabernas, y vivir la magia de sus tapas en compañía de amigos que debaten del último libro que han leído o del nuevo Gobierno por estrenar.

Para empezar el día, de mañana, hay que probar los churros o porras con chocolate caliente o café. A mediodía, con una caña, siempre las papas bravas nos auxilian en cualquier enfrentamiento dialéctico. Como también los caracoles a la madrileña, las manitas de cerdo, el pincho de tortilla española, los callos, las gallinejas (cordero con secreto), los huevos estrellados y el sagrado bocadillo de calamares.

Españolear es ir de tapas por Madrid y descubrir los boquerones en vinagre, la ensaladilla rusa (que no es rusa, la receta española es nacional de pura cepa) el jamón ibérico y los quesos autóctonos de cada provincia. Españolear por Madrid es comer cocido de verdad, ese que nutre para una semana, en el descanso de visitar sus museos y haberse pateado kilómetros de monumentos y barrios.

Españolear, si fuera posible asentar el verbo, a lo mejor es pasear el parque de El Retiro, porque siempre hay un minuto nuestro para ser caminando sin rumbo, españoles o no, personas que viven y dejan vivir, disfrutando de un vergel y de una ciudad tan grande como íntima, tan seria como jovial.

Y ya de tarde anocheciendo, dejarse caer por sus bares de tapas, después de compras y ajetreo, buscando la muchedumbre o lo íntimo, la plaza escondida o el famoso restaurante, pues ya de noche hay otra movida pubs y terrazas en Chueca y Salamanca, en el centro y en las periferias. Pero antes, hay que darse un garbeo por Chueca (la calle Libertad tiene una oferta excelente ) y Malasaña (su calle Pez, emblemática), por la Plaza Mayor hasta la de Santa Ana, y de allí a las calles Echegaray, Huertas y Carrera de San Jerónimo, todo en un capullo. O tirar hacia Chamberí o Lavapiés (en calle Argumosa hay mucho tapeo y en dos pasos se desemboca en el Museo Reina Sofía) y tal vez hacia la Puerta del Sol, sin olvidarse de la calle Cava Baja y la zona de El Retiro. En realidad, cada espacio de Madrid, cada barrio, tiene sus rincones de tapas o comidas caseras o restaurantes de lujo. De Madrid al cielo de gastronómico es una realidad para vivirla.

Y para rematar, nunca olvidar llevarse el recuerdo de algunos caramelos de violeta: nunca tanta cursilería de azúcar y color iluminó nuestro mundo como este dulce especial, auténtico almíbar de lavanda que Madrid nos regala.