“Morir, dormir, tal vez soñar. Sí, ese es el estorbo; pues qué podríamos soñar en nuestro sueño eterno ya libres del agobio terrenal, es una consideración que frena el juicio”, decía el personaje Hamlet (Shakespeare, 1599-1601).
Soñar es el primer y último refugio del ser humano. Tan necesarios los sueños como el agua que nos hidrata y el pan que nos nutre, tan imprescindibles los sueños para el desarrollo íntimo de perspectivas y esfuerzo que sin sueños nos quedaríamos convertidos en objetos inanimados, acaso minerales, incapaces en la dinámica de movernos en la búsqueda, sin impulso esos motores que mueven el mundo: ambición, arte, futuro, amor, descendencia, ganas de echarle un pulso al tiempo y retarlo para que nos venza.
Soñar es empujar la existencia hasta los límites de nuestros sueños.
Sin sueño no hay deseo, y sin deseo nada funciona. Se desea y se busca trabajo, pareja, dinero, hogar, hijos, felicidad, viajes, porque antes mil sueños han imaginado y dibujado estos deseos. Benditos y mágicos los sueños que prestan su aliento para despertar cada mañana con el objetivo de conseguirlos, y así construir paso a paso la vida. Por eso, cuando Freud escribió su obra La interpretación de los sueños (1899), consideró que el acto de soñar constituía una especie de alucinación surgida de los mismos deseos que se gestan en el inconsciente mediante símbolos.
Del mismo modo, incluso las pesadillas inquietantes pueden producirse como catarsis para soltar lastre y preparar la mente para eventos estresantes y reales. Grandes obras del arte y la literatura muestran el poder de los sueños y las pesadillas, como El sueño de la razón produce monstruos y otras pinturas negras de Goya. Por otra parte, todo el movimiento artístico del surrealismo en distintas disciplinas se basa en gran parte en los mundos oníricos, como podemos ver en muchas obras de Salvador Dalí: los relojes derretidos de La persistencia de la memoria (1931),
En definitiva, soñamos porque deseamos. Soñamos porque merecemos una vida alternativa. Soñamos en quimeras y en realidades. Soñamos lo que nos falta y a veces lo conseguimos. Soñamos lo que el corazón persigue incluso sin saber muy bien qué persigue. Solo queremos un sueño y nos adentramos en una maraña de acciones para que se haga realidad.
Esa es la verdad pequeña. Nuestro sueño necesita ser soñado y luego que se den las condiciones. No basta soñarlo, hay que materializar sus contornos.
A veces no concretaremos todos los sueños, pero en el camino de poner sus cimientos hallaremos la aventura y el viaje. Ya lo escribió el poeta griego Kavafis: “Cuando emprendas tu viaje a Ítaca/ pide que el camino sea largo, / lleno de aventuras, lleno de experiencias”. Aunque Ítaca sea solo el símbolo de un sueño, un destino, “te brindó tan hermoso viaje. / Sin ella no habrías emprendido el camino”. Porque Ítaca no es la meta ni la estación terminal, sino el sueño y cómo lo proyectamos, el trayecto mismo de la vida y el aprendizaje permanente.