Posó su cuerpo sobre la piedra caliente, rígido como el caparazón de una tortuga o cualquier animal inerte que se resiste a la descomposición. Alguien le contó alguna vez que el hammam es un lugar para el olvido. Cerró los ojos con el ánimo de quien niega su presente y se dejó cubrir por la espuma de la flor del beso.
La lluvia de perseidas traspasó certera el cielo de su piel. Sintió en tonces un torbellino de manos, una infinitud de dedos decapando la superficie áspera de su perfil de escamas. Todos sus recuerdos malogrados se desprendieron como la corteza seca de un árbol milenario. De pronto su corazón se hizo visible tras las reliquias de una herida antigua en proceso de exfoliación; un ámbar rojo inquieto e incesante, como el esplendor de los hibiscos y su destreza para florecer ocultos tras los labios.
Lentamente fue cediendo su rigidez remota al oficio de las manos. No le hacía falta soñarse en otro lugar para resistir la violencia de todos sus instantes. Había alcanzado el origen de la metamorfosis y su virtud para mutar las sombras en otra luz primera.
Su rostro ya era una flor.
Cuando despertó húmeda y tendida sobre la misma piedra descubrió de nuevo su apariencia humana, pero sonrió. Breve fue su anhelo de belleza y pétalos, eterna la plenitud que le aguardaba tras el desprendimiento de sus hojas ya caducas.