Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana o española (1611), nos recuerda la certeza que tuvo Tales de Mileto. Transmitida a la posteridad a través de Aristóteles, de que fue el agua “la primera materia de que fueron criadas todas las cosas”. Y que, por tanto, todo estaba hecho de agua. Para añadir Covarrubias de su puño: “Parece tener imperio sobre las demás. Porque el agua se traga la tierra, apaga el fuego, sube al aire y le altera.

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Y, lo que más es, que está sobre los mismos cielos”. Aquel pionero de nuestra lexicografía, que fue a la vez –tal vez sin procurarlo- un escritor exacto y portentoso, se deja llevar y nos dice: “Ella cría tanta multitud de peces. Admite al hombre que sobre ella navegue y corra tanta distancia de lugar en breve tiempo”. Para de inmediato cantarnos sus beneficios:.“Levantándose en el aire por vapor, riega la tierra y la fertiliza. Ella tiene la virtud de refrigerar, de limpiar, de ablandar y humedecer. Y, por ser tan necesaria, es tan común, que donde quiera se halla”.

El filósofo Anaximandro, también de la escuela célebre de Mileto, contradijo a su antecesor. Y llegó a la conclusión de que la sustancia primigenia no era el agua. Sino una materia infinita, eterna y sin edad, que envolvía todos los mundos posibles. Al dar por hecho que el nuestro no podía ser el único existente en la vastedad que le intuyó al universo. Para rematar, arriesgó la teoría de que el hombre proviene de los peces.

Filosofías y conjeturas al margen. Cuando nuestro cuerpo entra en contacto con el agua, tenemos una sensación tan difusa como vehemente de regreso a un origen inconcreto. Una extraña reminiscencia de seres acuáticos desterrados del mar y de los ríos. De un universo submarino que presenta la textura cambiante de los escenarios de los sueños. Tocamos el agua, nos toca el agua. Y el cuerpo se nos vivifica y estremece. Como si recuperásemos un recuerdo perdido tanto en el tiempo como en el espacio. Un reencuentro gozoso y liberador, porque el pensamiento también se sumerge en las aguas. Y en el agua pensamos únicamente en el agua. Como si nos purificase también la memoria, el sentir, y nos instalase en una suerte de limbo amniótico.

El hammam nos ofrece una experiencia de agua cautiva y acogedora. Sentimos cómo un fantasma cristalino nos envuelve y nos esculpe con su tacto líquido, nos aprisiona y a la vez nos expande, nos hace levitar y gravitar, ser leves y al mismo tiempo delicadamente grávidos, tan livianos y tan hondos, tan dentro de nosotros como fuera del mundo. Estás en un ámbito extraño en el que nada te es extraño. Estás en tu casa transparente.

Entras en el agua con el sigilo de un intruso. Sales de ella con la conciencia de un huésped agasajado. Erguido dentro de ti. Fortalecido por tu propia fortaleza, hasta entonces adormecida.

Cierras los ojos y oyes el susurro de lo traslúcido. El sonido del agua se acompasa al del pensamiento errático, al del pensamiento que se abandona a una deriva ajustada a la del agua murmurante y tan silenciosa. Eres un ser dentro de otro ser, y a la vez no eres nadie, porque diluye su identidad quien se sumerge muy al fondo de sí mismo, esa metáfora del agua recóndita.

A uno le gustaría ser un filósofo aproximadamente brasileño para poder cerrar esta divagación con una de esas frases edulcoradas que circulan por las redes sociales con el prestigio de un pastelillo metafísico. Pero no se puede ser todo en esta vida.

Entren al agua. Cierren los ojos. Dejen de pensar en lo que el pensamiento les dicte. Imaginen, en fin, que fluyen en el agua, dentro del agua, con ella. Y regresen de ese modo a un espacio del que tal vez no hayan salido jamás.

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