No es fácil exponerlo sin tener en cuenta la tragedia que está asolando al mundo, pero siguen en pie las ciudades como si nada ocurriera, como si un virus a veces mortal fuese pecata minuta ante la grandiosidad de la primavera que las revitaliza, ante cualquier pradera de sus alrededores, ante cualquier paseo marítimo, ante la floración y los frutos. Como si ninguna desgracia ni mancha pudiera vencer su imperio arquitectónico, histórico y cultural.
Ahí siguen sus edificios y sus parques, altivos sus árboles, orgullosas sus piedras, intacto su cielo y su horizonte, ruidosos y alegres sus ciudadanos.
Las ciudades dependen de su gente, sin duda, pero ellas sobreviven más tiempo y más allá de sus habitantes. Por siglos y siglos han evolucionando al ritmo de la civilización. Roma siempre será Roma. París siempre será París. Y así hasta abarcar tantas poblaciones que resisten todas las crisis y se erigen en símbolos de la humanidad, cambiando su urbanismo, pero sin rendirse jamás ante ninguna desgracia.
No importa si por unos meses la Alhambra se ha cerrado a sus visitantes. Granada reina como en aquellos tiempos de Boabdil y antecesores, porque su belleza deslumbra en todas las fechas y calendarios, reta a los tiempos digitales, nunca se arrodilla frente a la traición. Granada sube al Albaicín por el Paseo de los Tristes y luego desciende hasta el Darro paseando sin prisa su grandeza.
No importa si Córdoba se ha silenciado un tiempo, si sus calles y su judería han estado desiertas, porque el silencio siempre ha sido cómplice de su itinerario, siempre ha recorrido los arrayanes y los azahares en la noche, con sigilo, y vigiló su imperio desde el susurro. Córdoba ha heredado la paciencia del agua y sus rincones, los naranjos y los aromas mientras dialoga con las aguas de su río.
No importa si Madrid ha sufrido la pandemia más que ninguna otra ciudad española, dejando muertos y contagiados. El Retiro y sus museos permanecen gloriosos e impasibles, esperando la afluencia de visitantes, su Plaza Mayor vuelve a respirar, la Puerta de Alcalá no tose. Del infierno toma el fuego necesario para afrontar la luz que desde hace siglos la distingue como capital y centro de una sociedad plural.
Menos importa si Málaga clausuró sus playas durante una etapa, si ha dado lástima contemplar sus calles sin terrazas diurnas y nocturnas, si la singularidad de sus merenderos no ha estado transitable. El mar no entiende de normativas, sigue batiendo sus olas en la costa., solo se deja gobernar por las mareas. Y aquel pescaíto frito, las concha finas, las tapas, regresan poco a poco para servirse y disfrutarse.
Las ciudades de nuestros sueños, nuestro hábitat, nuestro recorrido sentimental, todo sigue aquí imperturbable como si la historia y la fatalidad no pudieran vencerlas. Se erigen como símbolos de perdurabilidad y resistencia.
Por eso, tenemos que volver a visitarlas, se trata de volver a sentir algo de aquello que sienten los héroes: un instante de superación y de comunión con el entorno.