Olivia va a clases de pilates cada semana. Desde que aceptó ese trabajo como responsable de su departamento, tiene menos tiempo para dedicar a lo que ella llama “sus pequeños placeres de la vida”: hacer galletas de pepitas de chocolate con su hija Daniela e invitar a sus amigos a merendar después; pasear a su perra Lúa por la playa mientras saca fotos de las luces que va dejando el día; salir de casa sin bolso, con la única compañía de un libro y sentarse en cualquier lugar de la ciudad a leer, sin la presión del tiempo.
Con el nuevo trabajo, ahora también hay algo distinto en su rutina, siente cómo el cansancio se va acumulando a lo largo de la semana en su pequeño cuerpo. Cada centímetro de su piel se aplasta y los huesos se resienten, pidiendo descanso inminente.
“No puedes dejar que el cansancio te venza, eres demasiado joven para pasarte los fines de semana encerrada en casa”. Su amiga Júlia le manda audios mientras hace cardio en el gimnasio. “Esa fatiga tuya se está convirtiendo en tu nueva mejor amiga, la ves más que a mí, ¡no dejes que conquiste ni un ápice más de tu terreno!”. Segundos de energía desbordante que le llegan desde el otro lado del terminal, tan nítidos como los gritos y risas de los niños durante el recreo en un colegio. “Tiene razón, me estoy aplatanando. Tengo que hacer algo, cuidarme un poco más”, se repite como un mantra cada día.
Desde hace un mes, Olivia está yendo a clases de pilates dos veces por semana (lo que le costó encontrar un hueco en su agenda no lo sabe nadie) y ahora solo puede pensar en esa sensación de bienestar cuando se levanta por las mañanas. “Bien, ¡hoy es el día, hoy tengo clase!”, se dice. Ahora no cambiaría esas tres horas semanales por nada del mundo. Ha vuelto a poner música por las mañanas y hace coreografías absurdas mientras se mueve por todas las habitaciones de la casa. Ya no le duelen tanto los huesos y siente que poco a poco está fortaleciendo los rincones de su cuerpo que más se resentían. “Nadie duda que estás haciendo grandes cosas por la humanidad, Oli, pero a tu cuerpo le estabas haciendo una faena, cariño”, vuelve a ser la voz de Júlia a través de un audio, esta vez mientras anda deprisa por la calle, camino a un concierto al que llega tarde. “Ya verás cómo vas notando los resultados cuando vayan pasando las semanas”.
Tanto tiempo sentada frente al ordenador y se le había olvidado lo importante que es inspirar y expirar; que los huesos que se agarrotan con el sedentarismo, son como plantas orgánicas que se estimulan si les da el sol con solo prestarles un poco de atención al día… Respirar, estirar, fortalecer… Cada sesión es distinta y más reconfortante que la anterior.
“Hoy os vais a vendar los ojos para ser más conscientes de vuestros movimientos y que la concentración sea mayor”, les guía su profesor. Y en ese hueco del día, sentada sobre una esterilla y sin visión, logra conectar de una manera más sincera con su cuerpo y la nota, está ahí… “¡Menos mal que aún no te has ido! Pensaba que no volverías”, se dice a sí misma con un temblor extraño, ese que llega junto antes de que nos pase algo bueno.
Es su vitalidad, esa que siempre pensamos que será infinita cuando somos niños y que sentimos que va faltando cada vez que vamos cumpliendo años. Pero lo cierto es que está ahí, intacta, como siempre. Enérgica, desafiante, refrescante… Con las mismas ganas de descubrir y sentir. Con el ímpetu inagotable que solo una vida que se sabe finita puede tener. “La vitalidad no nos abandona, se transforma”, piensa de camino a casa. Y esta vez es ella la que envía un audio a Júlia y sus carcajadas vuelven a sonar como una pandilla de niños gritando en el recreo de un colegio.