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El viejo dios
La había amado mucho. Tanto que, durante un tiempo, estuvo
convencido de que envejecería a su lado. Pero después la vida les falló. O ellos
le fallaron a la vida. Así que se separaron aún jóvenes, sin rencor ni motivos
para el reproche. A pesar de vivir en la misma ciudad, y sin duda porque ambos habían
eludido los lugares para un posible reencuentro, Vergara llevaba diez años sin
ver a Juliana. Eran sensatos. Sabían que el pasado, una vez enterrado, no debe
exhumarse.
Y entonces sucedió aquello.
En realidad, no fue a Juliana a quien Vergara vio primero, sino a su
marido. Aunque lo conocía de forma muy vaga, por indicaciones que terceras
personas le habían dado aquí y allá, a lo largo de aquella década de distancia y
olvido, le bastó un instante para comprender que estaba ante el hombre que
había ocupado su lugar en la vida de Juliana.
De modo que observó al sustituto con algo parecido a la ternura, aunque
a lo peor esa no era la palabra adecuada. Quizá solidaridad resultara un término
más justo.
El marido de Juliana no le reconoció. O si lo hizo, se abstuvo de
mostrarlo.
—¿El primero? —preguntó el sustituto.
—La primera —respondió Vergara—. Es una niña.
Ambos aguardaban en la sala de espera del paritorio. Ningún padre en
potencia competía con ellos por hacer evidente su pánico.
—Yo también —dijo el marido de Juliana—. Bueno. Nosotros.
Rió sin ganas, amparado en una mueca triste, como el muñeco de un
ventrílocuo. Vergara sintió una pequeña, estúpida victoria al estudiarlo. Él se
conservaba mejor. Tenía más arrugas en el rostro, cierto, pero su vientre estaba
liso, su espalda lucía recta, la grasa no había ocupado en su abdomen el lugar
de la decepción.
—¿Va todo bien? —preguntó Vergara.
—Sí. —El otro pareció dudar—. En fin. Mi mujer está aterrada. —El
sustituto dio la impresión de dudar de nuevo y entonces hizo una confesión
extraña, improcedente—. Ella no deseaba tenerlo. Nunca quiso tener hijos.
Mentira, pensó Vergara. Juliana siempre quiso tener hijos. Al menos con
él. Claro que las personas cambian, de modo que no podía sentirse confiado
ante semejante revelación. No era justo que hallara en ella motivo para una
segunda sensación de victoria.
—¿Cómo se llama? —preguntó el sustituto.
—Ricardo —mintió Vergara—. Me llamo Ricardo.
—Alfonso —dijo el sustituto tendiendo su mano.
Y aunque se limitó a estrecharla, Vergara fue consciente de que cualquier
esperanza de solidaridad se había desvanecido durante los últimos segundos.
La atmósfera del lugar, lo excepcional de la situación, por un momento habían
edulcorado sus sentimientos. Ahora era un cínico otra vez. Tenía una roca por
corazón.Vergara recordó que, durante años, el cuerpo de Juliana había sido su
cómplice. Ese cuerpo estaba entonces a unos pocos metros, a las puertas de una
experiencia nueva, decisiva, intransferible. Vergara siempre había amado el
cuerpo de Juliana, incluso cuando a ella ya no la amaba y se había enamorado
de otra mujer, la que también allí cerca, casi al alcance de la mano, vivía su
particular calvario.
Intentó imaginar a Alfonso y a Juliana en la cama, pero fue incapaz de
hacerlo. Es posible que no quisiera en realidad. Porque imaginación Vergara
siempre había tenido mucha, pero tolerancia al dolor, ninguna.
—Todo saldrá bien —anunció para llenar el silencio—. No pasará nada.
—Lo lleva usted de fábula —dijo el marido de Juliana.
—Es una hija deseada —respondió Vergara.
Y en ese instante se supo miserable, como si hubiera disparado al
sustituto por la espalda, como si estuviera haciendo el amor con Juliana ante los
ojos de aquel hombre. Para eso sí tenía imaginación. Toda la del mundo.
Después, durante unos minutos, hablaron de cosas intrascendentes.
Nombraron unos cuantos miedos, unos pocos anhelos, los lugares comunes
donde abrevan dos extraños que, por azar, se ven obligados a compartir un
momento irrepetible.
—Fumaría lo que fuera —dijo Alfonso mordiéndose las uñas.
Una idea iluminó a Vergara. Una especie de relámpago perverso.
—Deme su número y vaya a fumar. Si pasa algo, le llamo.
El sustituto dudó un instante, y aunque no pudo encontrar nada en los
ojos de Vergara que lo turbara, dijo:
—Gracias. Esperaré.
—Como quiera —dijo Vergara guardándose el teléfono.
Pero la ansiedad podía con el otro. De manera que algo más tarde,
palpándose el tabaco a través de la camisa, dijo:
—No tardo ni cinco minutos. Apunte el número.
Vergara lo hizo. Y el marido de Juliana se fue, a fumar su miedo.
Vergara se levantó como un ladrón, como un padre que de noche espiara
los sueños de sus hijas adolescentes. Una puerta le separaba de Juliana; otra, de
su mujer. Por un momento, allí, en pie, con el mundo al alcance de su deseo, se
sintió como un déspota asiático o un césar temible, tan parecido a un
pantocrátor en majestad.
Después dio cinco pasos y abrió la puerta que no le pertenecía, la que un
día fue suya pero ahora era del otro.
Lo detuvo una enfermera severa y carnal, maciza como una estatua.
—¿Quién es usted? —preguntó a bocajarro.
En ese momento Juliana vio a Vergara. Estaba tumbada en una postura
confusa, hecha un manojo de carne fatigada y doliente, pero lo vio. Y lo
reconoció. Y pronunció su nombre. Varias veces, con una dulzura que ningún
tiempo podría aniquilar.
—Pensé que el de antes era su marido —dijo la enfermera.
Hay cosas que sólo suceden una vez en la vida, que quedan ocultas para
siempre en el corazón de ciertos hombres y de ciertas mujeres, como piedras
preciosas dentro de la tierra dura. Así que Juliana sonrió, o dibujó algo parecido
a una sonrisa entre su dolor, y dijo:
—Lo era. El de antes era mi marido.
Como si las palabras de Juliana hubieran sido pronunciadas en una
lengua bárbara, la enfermera vaciló. Pero esa duda salvó a Vergara, la respuesta
de Juliana acabó con cualquier tentación de ser expulsado.
—Sólo quiero mirarla un minuto —dijo.
Componían una trinidad extraña: Vergara sujetando la puerta, con la
mitad del cuerpo fuera del paritorio, la enfermera como un cancerbero ceñudo
y confuso, y Juliana tendida, porfiando por ser madre.
—Sólo un minuto —suplicó Vergara.
Y entonces alzó su mano por encima de la cabeza de la enfermera. No
estaba claro lo que pretendía expresar con aquel gesto, quizá que el espacio que
mediaba entre su mano y el cuerpo de Juliana era un nimio obstáculo para el
deseo. Pero lo cierto es que la enfermera se relajó, se desplazó hacia la izquierda
y, mientras liberaba la puerta, dijo:
—Un minuto.
Vergara se vistió una bata abierta por delante, se colocó una mascarilla y
caminó hacia Juliana. No veía nada. Sólo a ella. Y pensaba cuánto tiempo tarda
en consumirse un cigarrillo. La mujer de Vergara cantaba sus agudos muy
cerca, del otro lado del tabique, pero él había luchado por entrar en esa estancia
rompiendo protocolos, faltando a la decencia, sin duda jugándose una paliza.
Juliana parecía un motor con sus mecanismos a la vista. Olía fuerte: a
cuero mojado, a pescado fresco, a sangre menstrual. Eso reconfortó a Vergara.
—Hola, mi amor.
—Hola, mi amor.
Códigos, se dijo Vergara. Todo en la vida eran códigos, rituales,
ceremonias para que los tabernáculos continuaran guardando indemne el
misterio.
Acarició la frente sudorosa de Juliana. Había mucha vida en común
contenida en aquel gesto.
—Todo saldrá bien —dijo Vergara—. Tendrás una hija preciosa. Tan
preciosa como tú.
Por su boca, de pronto, parecía hablar un hombre iluminado, un sanador,
alguien en posesión de las fórmulas exactas.
—No temas —dijo Vergara—. No temas.
La voz de Vergara era una mina de oro. Se acercó a los cabellos de
Juliana y depositó en ellos unas pocas palabras más, un puñado de consuelo. Al
incorporarse, vio que Juliana sonreía. Lo había logrado. Estaba en paz con todo.
Abandonó la estancia segundos antes de que Alfonso apareciera.
—¿Sin novedad? —preguntó el sustituto cuando el olor de Juliana aún
abrasaba las manos de Vergara.
—Sin novedad —respondió el viejo dios mientras el fulgor del
alumbramiento estallaba en su pecho