El rato en la terma caliente sumió a Julio en un estado en el que le costaba reconocerse. Tenía los poros de la piel abiertos, el calor le había desorientado un poco y, envuelto en los efectos del vapor de agua, había llegado a pensar e, incluso, a soñar –no descartaba haberse quedado dormido-, que no estaba allí, sino sentado en un banco entre la densa niebla de una calle de Dublín. Qué cosas, sí él nunca había estado en Dublín.
Tampoco había estado nunca en unos baños árabes y, por no saber, ni siquiera sabía qué le había hecho entrar, ni qué hacía con una toalla anudada a la cintura cuando debería estar en la habitación de su hotel, preparando su ponencia para el Congreso del día siguiente. Para ser sincero, no era tan raro que hiciera las cosas por hacer, llevaba meses perdido, dejándose llevar por una vaga inercia que le ahogaba y de la que quería escapar, pero no sabía cómo. Si alguien le contara el secreto para resurgir de uno mismo… Rodeado de vapor, Julio se preguntó si era un hombre feliz y no pudo responderse. O no quiso.
Salió de la terma y entró en el espacio reservado a la piscina. Se sentó en el borde de piedra, metió los pies en el agua helada y fue caminando lentamente hacia el centro. Estaba solo y se sentía profundamente relajado. Cubierto de agua fría hasta las axilas, observó la belleza que tenía alrededor: el agua cristalina, las luces indirectas, las paredes de mosaico y las celosías. En el ambiente flotaba un aroma extraordinario, imposible de definir a qué esencia correspondía.
Julio cogió aire y se sumergió en el agua. Mantuvo la respiración durante unos segundos hasta sentir que se le taponaban los oídos y escuchó, por primera vez en su vida, cómo sonaba el silencio. Luego, tomó impulso con los pies y se lanzó hacia arriba con todas sus fuerzas expulsando de golpe el aire que le quedaba en los pulmones y provocando una intensa barbullada alrededor. El impulso le hizo sacar más de la mitad del cuerpo fuera del agua y, una vez en el exterior, volvió a coger aire para dejarse caer de nuevo hacia el fondo. Escuchó el silencio durante unos segundos, volvió a la posición de despegue y se lanzó con fuerza hacia el exterior dejando un sonoro rastro de burbujas que parecían dibujar una estela tras él. Lo hizo dos, tres, cuatro, cinco, diez veces. De pequeño acababa con las yemas de los dedos arrugados de todo el tiempo que podía pasar entrando y saliendo del agua de esa manera. El juego le conectaba con el silencio y con el ruido; con el interior y el exterior; con su cuerpo y con el agua; y ahora también le conectaba con los veranos de su infancia, cuando lo único que le hacía dudar era saber de qué quería el bocadillo de la merienda. Sí. Tocar fondo para salir. Ahí estaba el secreto. Tocar fondo e impulsarse hacia arriba para volver a sacar, con el cuerpo erguido, la cabeza del agua.