Gota a gota, se desliza por mi cara. No pienso, solo dejo que mi cuerpo se mueva con el vaivén. Me imagino que así es como deben sentirse los bebés dentro de su madre, protegidos, tranquilos, contentos. Y es que para mí el agua siempre ha sido alegría, alegría desde el primer chapoteo inocente y sorprendido. Como el mágico bálsamo de fierabrás que obsesionaba al hidalgo, el agua todo lo cura, se lleva consigo amores, penas y preocupaciones, devolviéndonos a un tiempo donde todo era más sencillo, donde la risa no envolvía la amenaza de un llanto, de un peligro que no había previsto, pero siempre acechante.
Vuelvo a verme jugar en la playa junto a mi padre. Me revuelco por la arena y con una carcajada corro a meterme en el mar, frío, misterioso, pero familiar, como un hogar común que me arropa. La arena se desprende de mi cuerpo y va a caer lentamente al fondo como pequeñas virutas de oro que la brillan en la corriente. ¿Dónde estará ese traje de baño azul con rallas blancas que tanto me gustaba? Perdido, como tantas otras cosas en la vida. Pero el agua me mece y me aleja. Ola a ola, onda a onda, los recuerdos caen como esos granos de arena y dejan lugar a ese bienestar pleno que tanto busco. Una idea surge, revolotea sobre mi cabeza. Pienso en atraparla, puede ser una tontería, pero también el comienzo de una gran historia. Una historia increíble, apasionante, que se transforme en la novela que siempre soñé. Debería anotarla, amarrarla, como hago siempre con esas semillas que brotan de repente. Pero la dejo volar, enredarse en un rayo de luz y desaparecer entre las vigas del techo. Sonrío. Si es una de las buenas, ya volverá, como regresa todo lo que amamos. Floto, no tengo cuerpo, no siento más que mi propia respiración que acaricia el agua, que provoca círculos concéntricos que se alejan como si fueran mis dudas huyendo. Una incertidumbre que se va. Otra. Otra. Mis pulmones van creciendo, como si les estuviese quitando peso con cada respiración. El agua tapa de mis oídos, me sumerge en los reinos fantásticos del fondo del mar, donde viven los dioses y las sirenas. Mi madre decía que, de tanto bañarme en la piscina, acabaría por salirme cola de pez. A lo mejor es lo que está pasándome ahora. Miro mis manos. Me parece ver ya una membrana entre mis dedos. O no, solo se me están arrugando las yemas. Como tantas otras veces que me pierdo ahora en el agua del hammám recordando aquellos años ya tan lejanos. Floto. Todo lo que necesito está aquí dentro. Pero no me da miedo salir. Siento que cuando lo haga todo será distinto. Los problemas habrán quedado atrás, como siempre, como desde el primer día. Podré enfrentarme a lo que venga. Y vencer. Pero si no lo hago, no pasa nada. Volveré a meterme en el agua, para que me mime, para que me comprenda, para que me quiera. Los músculos se duermen, mi mente navega sin rumbo. Gota a gota, la alegría vuelve a acariciarme una vez más.
Carmen Posadas