El agua y la penumbra curan. Curan de la intemperie del mundo, del aturdimiento del presente, de las deudas con el pasado, del miedo al futuro. El agua cura, el dolor pierde peso y consistencia, y el niño y el viejo pueden sentirse igual de ligeros, como si el tiempo no existiera y pudieran regresar allá donde empezó todo.

El agua y la penumbra, esa media luz que nos alivia del azote de los mil estímulos cotidianos y nos permite dejar la mente en reposo y ser testigos de cómo los pensamientos acuden a nuestra memoria para luego marcharse sigilosamente.

El agua, la penumbra, el contacto humano. No hay nada tan curativo como unas manos expertas que se posan sobre tu cuerpo, que delicadamente, con sabiduría, aciertan con esos puntos críticos que a diario  nos producen malestar o nos derrotan. Siente una agradecimiento por ese contacto cálido en el que siempre encuentras respeto y un gran conocimiento del interior del cuerpo humano.

Mi trabajo consiste en exponerse. Hay un placer en exhibir lo que se siente y se piensa, pero también, como contrapartida, se experimenta un dolor por el hecho de quedar continuamente expuesto al juicio de otros. Mi trabajo es escribir y esperar a que los demás me quieran o me rechacen. Eso provoca miedo, temor, ansiedad y, a menudo, ganas de esconderse en un sitio recogido donde nadie pueda encontrarte y donde estés a salvo de la mirada ajena.

Mi trabajo es parecido a otros trabajos: al del maestro, al del actor o al que vende libros de puerta en puerta. Hay una voluntad en casi todos los oficios de ser aceptado, y ese esfuerzo día tras días es agotador. Hay días en que se necesita una recompensa y es preciso encontrar una cueva que nos proteja de la intemperie del mundo.

En nuestra cultura, tan verbal, pensamos que el consuelo consiste en tener a alguien que nos escuche. Y si bien es necesario ser escuchados, lo que yo busco, cuando la tensión me impide seguir adelante, es encontrar un lugar silencioso, cálido, medio en penumbra, donde todo sea fácil y liviano, donde no tenga que dar explicaciones y las sensaciones placenteras que perciben los sentidos, el olfato, el tacto, el oído, sean las que actúen para que todas aquellas preocupaciones que me torturaban, esas voces que a veces una no sabe acallar, vayan perdiendo gravedad.

Hablo del oído porque a diario se tiene la cabeza llena de voces, porque se va uno a la cama con voces que nos recuerdan obligaciones, algún remordimiento, o ciertas expectativas que no provocan excitación. Qué difícil es dejar la mente en silencio para escuchar solo el relajante sonido del agua, de la respiración, de la presencia de alguien que con sus manos te está sanando. Con el tiempo he aprendido a creer más en las propiedades curativas de estas sensaciones apaciguadoras que en una conversación en la que se enreda uno obsesivamente analizando un problema.

Se sale del Hammam más ligera de lo que se entró. Pierde peso el cuerpo, que se aligera por haber sido cuidado con mimo y respeto; pero también pierden gravedad los pensamientos, que de pronto importan menos, mucho menos, hasta el punto de que experimentamos una suerte de libertad emocional. Qué maravilla hacer un hueco en nuestra agenda, tener tiempo para lo que otros consideran perderlo, y para lo que finalmente resulta un tiempo ganado.

Se sale del Hammam medio flotando, alegre y purificada, deseando que esa sensación de limpieza de cuerpo y mente nos dure mucho, que seamos capaces de mantener ese estado curativo de paz de espíritu. Se siente una reconciliada con el propio cuerpo. A ese estado hay que llamarle, sin lugar a dudas, de pura felicidad.

Elvira Lindo

 

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