Las manos en el cuello, trepándose desde la nuca, esa sima incógnita que sustenta la vida, el afán, el pensamiento. Siempre he creído que dejarse tentar la cabeza es la entrega más dulce, más expuesta y más brava. No permito que nadie, o casi nadie, me acaricie la frente, la nuca o coronilla. Si sucede sin permiso me sobresalto, quedo indefensa. Sansona en manos de Dalila. No hay un clímax, hay un portazo que precede al siguiente, y al siguiente.
Destellos y relámpagos, fuegos artificiales de verbena de pueblo. Angostura con pólvora. Otra cosa es dejarse, permitir que suceda. Las terminaciones nerviosas que unas manos desconocidas acompasan, presionan, provocan y moldean. …Podrían estrangularte, y sin embargo te agitan, doman la voluntad hasta que cedes y se hace el eco, se meten en tus vísceras, redoble de tambores en la noche que es la cueva del yo. Las yemas en las sienes, el silencio sepulcral apenas roto por el chapoteo de quienes se entregan a los dioses del agua un poco más allá.
Huele a incienso de ateo, a nardos muy maduros, a azahar mezclado con menta piperita. La pituitaria se excita, atrapa las intenciones, se diluye en la niebla que emerge del agua, misteriosa, y eres tan maleable que da miedo. Los dedos, unos dedos ajenos, ahora en la cima. Dos parietales, dos temporales, un occipital, un frontal, un etmoides, un esfenoides (recitábamos en clase, lección de anatomía). Chop, chop, chop. Ardes de paraíso y de vapores.
El cerebro al galope, al trote, al paso…detenido. Deshilvanado y laxo, con ganas de ir por libre y anular tu sagrada voluntad. De escalar una montaña sin bombona de oxígeno, de conjurar los miedos e invocar apetitos. Sube, sube, la sangre galopa y te agita, la seda de tu pelo languidece en aceite que es la doma de la crin, el descanso tras un día salvaje. Ojos semientornados. Quién era yo, el despertar, latidos. Respiras, exhalas abandono. Recuperas tu centro, la presión de las yemas ajenas. La lava te recorre, las neuronas rugen.
Cumplía años y me hallaba en plenitud, ahora recuerdo. Mis amigas de la universidad y yo, en traje de baño. Risas nerviosas. Una primera vez, un bautismo de manos y de agua. La vida por delante, subidas en la proa del futuro. Despreocupadamente. Era una primavera arisca, la lluvia escupía desabrida en las aceras. Yo estrenaba un amor, ese cambio de piel que reverdece las almas. Juntas nos sumergimos en el pilón templado, silencio de repente, eco de anhelos. El agua y el vacío. Y después, al altar de las ofrendas.
A entregarse desnudas sin escudo y sin armas. Tantos planes y ausencia de palabras precisas, parloteos. El mar embravecido, los maizales. Todas esas imágenes que iban desfilando como vagones de un tren loco, desbocado…Ser joven y sentirlo, masticarlo entonces como ahora. Y luego la penumbra, el telón del silencio y esas manos. El rito y la alabanza.
“Hágase en mí según tu palabra”. (Creo que lo pensé, o eso imagino).
Y fui trepada, víctima de cuello, las yemas conquistándome la nuca. Cada ranura, el círculo de fuego quemando mis cabellos. Y en esa inmolación llegó el momento. Me dejé ir, me propuse vivir como escribió Thoreau: “Deliberadamente”. Salí de mis costuras, respiré hasta las simas abisales de mí misma. Y esa noche dormí el sueño más profundo y más fértil que recuerdo.