En mi infancia frecuenté los jardines. No resultará extraño en un niño que se criaba en Granada y que tenía la Alhambra a su alcance.
Arcilla roja para los dedos.
Torres en la mirada.
Rosas a la altura del rostro.
Un jazmín entre los dientes.
Y agua, agua en los ojos cerrados.
Flotaba su mansedumbre verde en los estanques, interrumpida, en un costado, por el chorro de un surtidor.
Rebosaba de las copas labradas de las fuentes, como un velo pegado al cuerpo de la piedra, abrazándola con una suavidad invisible, casi como un sexto sentido, para que nadie la bebiera.
Se desbocaba con extrema docilidad por los estrechos canales, arrastrando las hojas del Generalife, la memoria de los constructores de antaño, cuyos versos cuajan las paredes mezclados con oraciones y geometrías que representan los astros, pues no había ninguna diferencia entre el poder creador de los dioses y el de aquellas débiles criaturas que habían construido la Alhambra.
Así lo sentía aquel niño, cuya imaginación poblaba cada espacio vacío con la presencia de aquellos que, siglos atrás, no eran fantasmas. Se escapaba de los circuitos establecidos, saltando las vallas de madera, para esconderse en cualquier espacio deshabitado, desde el que siempre se oía el agua.
Solo había un sitio donde no podía escucharla: los baños árabes.
Era el único lugar donde el palacio parecía desaparecido. Los baños árabes permanecían secos de sonido y despoblados, salvo en el techo calado con hormas de estrellas, que avisaban de una remota resurrección.
Yo no podía imaginar que dicha resurrección ocurriría, hace una semana, cuando visité el Hammán de Madrid.
Entonces, como en los cuentos mágicos, el espacio desierto fue habitado: el rumor del agua regresó dentro de las bóvedas. Humeaban el estanque y las velas que alumbran los recodos a ras el agua, reconciliando materias opuestas, igual que se acercaban los extremos del tiempo: el pasado revivido hacia el placer del presente.
Porque, por mucho que nos olvidemos de ello, nuestros sentidos solo pertenecen al presente.
Los haces de luz caen desde las celosías.
Las llamas de las candelas flotan en la humedad.
Los cuerpos se tienden bajo la canción de los surtidores. Se levantan despacio. Entran en el baño turco, y se sientan alrededor de un altar de vapor. También el vapor tiene un sonido, un sonido a niebla de eucalipto, donde los movimientos se ralentizan, donde cualquier acción descansa, donde el ansia se ignora.
No existe el futuro. Es el pasado lo que suda el cuerpo.
Somos de agua.
Pero también somos poesía si permanecemos aquí, en el instante puro donde los cuatro elementos se han concentrado para nosotros, envueltos en el útero de las bóvedas.
En la sala templada, sobre un banco, permanece una partida de ajedrez, in media res, sin jugadores. Es la invitación a regresar a un tiempo más lento. Porque los mortales han recibido, durante esa hora, el don de la inmortalidad, y aquí beben de una fuente sabrosa y dulce, como deben ser los manantiales del paraíso. No el Leteo del olvido; sino El Té de la memoria.
En la pared, hay pequeños cuencos con perfumes, entre los que prefiero el ámbar rojo. Pienso en la mirra y en el oro de los magos de Oriente, porque el lugar del placer tiene también algo sagrado. Las estrellas de las bóvedas nos guían, como las manos que masajean a continuación nuestros cuerpos. Esas manos indican el camino a los músculos y nervios, estimulados y relajados. Sobre los brazos y la espalda caen delicados vuelcos desde un aguamanil.
El secreto de toda poesía es alcanzar lo no expresado.
Y el Hammán lo trae a casa. Nos devuelve a un nosotros perdido. Nos coloca en el centro de nuestro cuerpo. Somos el cien por cien de agua. Inundados de cálida luz.