El tiempo nos teje la vida y el vértigo. Nos persigue, llega, se nos acerca, nos precipita, nos adelanta. Huye como un vulano en el aire. Todos lo conocemos. En su poder nos obliga al juego perdedor de combatirlo. De renunciar a la fuga y al vacío. Al sueño de no consumarlo y de no consumirnos. Hay quien aprende a compartimentar sus exigencias. A pactar prioridades, escondites y momentos en blanco.
Pero es difícil ser uno de esos malabaristas con un diávolo de arena al que darle la vuelta entre el aire y las manos. En el fondo ninguno nos libramos del deseo de mirarlo a los ojos. De abrir sus labios y besar al tiempo deteniéndole su tiempo. Nada tan necesario en su magia como dejarlo en suspenso para ser libres, anónimos y ser nosotros nuestro propio tiempo. Conozco la fórmula. Sé de un sitio en el que es posible burlarlo o transformarlo en amante.
Hay en cuatro ciudades un jardín de agua y de sombras. Con estrellas talladas en el vapor de la piedra y en el corazón de la madera. Donde flotar a salvo del estrés y de la velocidad a la que sacrificamos el bouquet de las pequeñas cosas. En su seno se anuda el agua a tu cuerpo como un susurro. Ritmo, pausa, silencio, aroma, una ruta en la que también desnuda se adentra la noche y en paz se tumba o se orilla.
En ese oasis del hamman hay manos que ofician con maestría un placentero viaje sobre el lecho líquido de la más agradable de las templanzas. Un goce que unos comparan con la evocación del útero al que regresan, otros como el equilibrismo de una levitación entre olas que se han dormido. Algunos lo perciben igual que una danza de seducción que teje su sábana en el agua.
Cierra los ojos. O los entregas a la embriaguez de la penumbra que confunde las sombras y sus voces. Lo importante es ir soltándose de los hilos del tiempo. Sentir que su atadura se deshace en la seda de ese tacto meciéndote sensual y con decoro. Suave y en trazo, como si fueses una imagen delicada dibujándose en la página del agua.
A ciegas, en curva y en corto, rescatándote hacia dentro. Mientras unas yemas nombran Venus, Júpiter, la Luna, en las palmas de tus manos bocarriba y sin peso. Saturno en las muñecas cuyas líneas albergan la esencia olorosa de la elegancia. Ondas, rescoldos, murmullos y trance, en las líneas de la vida y del corazón. Los sentidos escuchándose a sí mismos. Sin prisas, sin interferencias ni espejismos. La mente no es un reloj de normas, de miedos, de puntos cardinales, de fracciones de cosas. Se convierte en una brújula que señala la felicidad interior de la que siempre nos olvidamos.
Vive esta experiencia hamman. No se trata del extravío del náufrago. Tampoco de evadirse en forma de hoja seca y oscura del otoño a la deriva del estanque en el que deshojarse en escamas. Nada tiene que ver con un equívoco refugio para escaramuzas de lo lúbrico ni conlleva ningún ritual para investirse de espiritualidad o de un conjuro. Es simplemente. Y ya es mucho. El deleite del que cada cual siente el rastro gustoso de su cuerpo cuando flota sujeto al baile de esas manos acreditadas. Un hechizo diferente en el que mudar la piel y nacer del agua una metamorfosis.
La primera vez que supe de esta fórmula antigua fue en Madinat almaa de Aziz Ibn Saraf. En cuyos versos la poeta andalusí satisfacía en palabras la experiencia de haber sanado su cansancio y su desamor en el embrujo de las termas perfumadas de Granada. De las de Málaga también narró Amir al-Karum en Las Adivinaciones a favor del disfrute de la flor del beso en los estanques que enseñan las temperaturas del amor y sus ensueños secretos. Las de Corduva imperial dejaron su huella en las Epístolas de Atreo. Acerca de los baños en los que los guerreros cicatrizaban las tinieblas de las batallas y las vaciaban de su memoria.
Años después he conocido y gozado en presente sus dones. Solo, en compañía, en aventuras del lenguaje y en citas pendientes de tiempo. Ese que nos teje la vida y el vértigo. Que nos persigue, llega, se nos acerca, nos precipita. Y al que cada abril y noviembre derroto en la infinidad de lo posible del hamman. El jardín donde el agua me transforma en un poema entre sus brazos.
Pocas veces el tiempo es tan efímero.
Guillermo Busutil /noviembre 2016