No es tan fácil. En novelas y películas hemos leído y visto el amor, pero bajo un prisma rosado de emociones que flotan sin suelo, de deseo que emerge sin materia, de sentimiento que explosiona en el vacío, de respiración a la que falta el oxígeno, de pellizco en el pecho que tiene poca vida a ras de asfalto, a ras de hogar y de anécdotas domésticas. Qué prosaico el asunto cuando se impone la cotidianidad al gran pulso de un instante eterno.
Enamorarse. Palabra tan bella en cualquier idioma como necesitada de concretarse en descripciones y hechos. Decimos, pensamos y sentimos enamorarse como un relámpago y su rayo que nos alcanza y parte en dos, como una tormenta que inunda nuestro hogar en un segundo, como un sol que estalla en el cuerpo y lo incendia, como un castillo que se desploma sobre toda razón y nubla toda lógica.