El sol que se refleja en el estanque.
La noria detenida en el azud del río.
La acequia y su caudal de medianoche.
Los cipreses, los surcos olvidados,
las alamedas y los carros lentos.
El secreto del agua,
que es el secreto de la vida.
Un día de finales del verano
me recuerda los muros de aquellas caserías,
sus límites confusos en el rodal del tiempo.
También la arquitectura frágil, leve,
tan efímera como el paso de los nómadas
o el viento en el desierto:
se filtra ahora por la celosía
ese juego de luces y de sombras
que los rayos de sol extienden sobre el agua, sobre la superficie lisa,
quieta como un espejo en la penumbra.
El sol que se refleja en las paredes,
este sol de septiembre en la ciudad ruidosa,
trae una extraña sensación de calma
con el vapor que asciende hasta la cúpula.
Alguien cruza las lindes del erial,
se sumerge en el agua cálida del estanque
mientras el aire denso recorre las veredas
y es un roce en la piel que se olvida del tiempo,
porque también es suya la memoria
del placer: ese huésped ambiguo, descuidado,
en la belleza de la noche tibia.