El vapor, la temperatura, la penumbra. Una sensación de que el tiempo se hace cuerpo. Un estado meditativo y carnal. La belleza es para mí un sentimiento de reconciliación. Lo he sentido con frecuencia al contemplar el rostro de una mujer mayor en el hammam. Me parecen hermosas las caras viejas por las que ha pasado la vida.
La serenidad de la piel que ha experimentado los años. Y que se muestra de forma natural a la altura de sus recuerdos. En su edad, como un campo humano de cultivo, reposan el amor, el dolor y el conocimiento. Se trata de arrugas que pueden predecir la lluvia según el sentido del viento. Y que saben distinguir el canto de los pájaros en la espesura del bosque. Se trata de los surcos de la vida.
Mi admiración por la belleza de los rostros que han sabido envejecer se debe en parte a la incomodidad que me producen los labios, los pómulos, las narices y las mejillas operadas. Hay una retórica facial de caras mal intervenidas. Que resume el espíritu de una sociedad basada en la mentira. Porque no se trata de corregir una deficiencia. Sino de mentir y de negarse a tener historia. A envejecer, asumir los años, eso que somos. Eso que podemos hablar con los demás. Negarse a tener historia no es la mejor respuesta a la muerte de lo sobrenatural.
Vivir y reconciliarse con la vida es lo que supone para mí la belleza. Más allá de los paradigmas artificiales que tardan poco en convertirse en retórica hueca. Un mal poema es una mentira, algo para no creerse. La mala poesía no envejece. Más bien se queda fuera de lugar. Sucia, condenada a las astillas de lo que resulta falso.
Estamos hablando de lo que ocurre en nuestra mirada. De nuestra contemplación de la realidad. El mundo exterior suele ser ajeno, pobre, injusto, cruel y breve. Los sentimientos íntimos están acostumbrados a poner distancia. A vivir en soledad. Es desde luego un ámbito de independencia. Pero la cruz de saberse uno mismo conlleva el riesgo y el equipaje del desamparo. La distancia y el anonimato.
Otras veces la soledad se radicaliza. Y el espectáculo del mundo provoca indignación, rabia. Un impulso que pasa del silencio al grito. Nuestro mundo interior, ya sea en calma. Ya sea en una respuesta agitada, suele sentir insatisfacción ante el paisaje exterior. De ahí nacen los sueños, las esperanzas, las decepciones y los miedos.
Entiendo por belleza ese efecto que sucede en la mirada cuando sentimos una armonía o una hermandad entre el mundo exterior y nuestros sentimientos más íntimos. Algo sucede que nos reconcilia con la vida, y no supone tanto una legitimación como un estar, un sentirse incluido en ella, un sentimiento de verdad. La tradición romántica nos ha acostumbrado a afirmar que la belleza es la verdad. Aquello que nos atrae con su luz propia es la morada de la verdad. A estas alturas de mi vida y de mi dedicación a la poesía, siento una emoción contraria. Para mí la verdad es la belleza.
Esto obliga a dar muchas explicaciones. Pocos conceptos están tan desacreditados, relativizados y cercados como el concepto de verdad. Es una palabra que, con mucha razón, tiene pinchados los teléfonos y abierta una ficha con antecedentes penales en cualquier ejercicio de pensamiento. Merece estar vigilada, y es bueno que salten las alarmas cuando intenta cruzar la frontera de una argumentación.
La Verdad escrita con mayúscula siempre se quita años, pretende permanecer joven y borrar las marcas del tiempo y de la historia. Las Verdades sagradas, fundamentales, esenciales se consideran con derecho a negar el presente y sacrificarnos a un futuro perfecto. La religión y la película han sufrido la tragedia de las operaciones estéticas ejecutadas con el bisturí de la Verdad. Una galería del horror.
Para no perderme en explicaciones, me limito aquí a quitarle la mayúscula al concepto de verdad. No me refiero a dogmas sobrenaturales. Ni a consignas políticas disfrazadas de ciencia. Sino a aquello en lo que me reconozco como individuo. Aquello que siento como mío. Esos lugares en los que puedo sostener. Aunque sea de manera frágil. Mi identidad.
Cuando mi modesta verdad se siente identificada con lo que ocurre en el mundo exterior, algo sucede en la mirada. Se produce una sensación de reconocimiento, pertenencia, reconciliación, abrazo…, cosas que despiertan las emociones. A esta mezcla de verdad y emoción es a lo que llamo belleza. Cuando leo un libro, escucho música o contemplo un paisaje, una obra de arte, un rostro… Si la distancia absoluta ante el mundo exterior provoca indignación, la complicidad radical, conseguida de modo natural o a través de artificios pudorosos, despierta belleza.
La intensidad de la vida, la complicidad, no depende de una retórica grandilocuente de rostros operados, convertidos en mercancía. Me atraen la verdad del rostro joven y la verdad del rostro vivido, dignamente orgulloso de sus años y su vejez. El arte levanta momentos de belleza con realidades que se niegan a desconocer su daño o su precariedad. La belleza de la que hablo no es incompatible con la enfermedad. Sino con la mentira.
Nada menos que una modestia capaz de afirmarse, hacerse dueña de su propio tiempo. Buscar un espacio para sentir el cuerpo, buscar el vapor y la sombra, el baño que nos devuelve un olvidado sabor a nosotros mismos. Nada menos que la reconciliación con el tiempo y con la memoria en el hammam.
Luis García Montero