Así empezaba el poema Canción de otoño en primavera de Rubén Darío, como lamento y dolor por los años que huyen sin poder encerrarlos en una jaula que los preserve.
¡Esa juventud! Una etapa fugaz pero irreemplazable para el funcionamiento del planeta. Solo la juventud explora los confines, solo la juventud se atreve sin rémoras, pues no entiende la vida sino como comienzo que no atisba su fin.
Benditos los jóvenes que edifican el porvenir y desconocen el miedo a esa entelequia que llamamos futuro. Y sobre todo los jóvenes sin futuro a los que debemos al menos una pantalla abierta al mañana, un campo arado para que siembren los frutos que sepan cosechar: viajes, hogares, sueldos, estudios, ilusiones a ras de asfalto y latido.
Juventud es aquel amor que pasó sin pena ni gloria por nuestra piel de verano, tal vez en agosto o en febrero. Y también ese amor que se instaló por siempre en nuestra vida en pleno esplendor, y nunca se ha ido.
Juventud se concreta en planes académicos y proyectos de trabajo que se han hecho realidad o han fracasado y hemos apartado por otros guiones nuevos y más certeros. Juventud fueron días de estudio y exámenes que evaluaban qué senda seguir.
Juventud evoca a esos padres cuando nosotros niños: padres tan audaces, tan trabajadores, luchando por darnos el mejor de los mundos. Extraños padres con historias ajenas que aprendieron a cocinar, trabajar, cambiar pañales, hacer la declaración de la renta, firmar hipotecas. Héroes que merecen un altar pagano en nuestra memoria.
Juventud significa la foto enmarcada de aquellos que fuimos, o ese pétalo de flor entre las páginas de un libro, o ese libro que nos cambió la vida o esa empresa que pusimos en pie con apenas dinero y muchas ganas.
Juventud conseguimos en aquel hogar primero que pagamos de milagro y permitió un retazo inmenso de libertad íntima y doméstica.
Juventud imponía la inconsciencia de ignorar el peligro en nuestros actos, alegría del riesgo, atreverse en la noche, en la fiesta, cruzando semáforos en rojo. “Como todos los jóvenes, yo vine/ a llevarme la vida por delante”, escribía Jaime Gil de Biedma en su poema No volveré a ser joven.
Juventud, el primer hijo que nos asienta los pies en la tierra sin robarnos las alas, cometa que vuela y vuelve a la orden de la mano, vuelo a nuestro libre albedrío: hijos, hogar, pareja, a la medida del esfuerzo y la valentía. Juventud, huerto que labramos o dejamos cubrirse de matorrales y malas hierbas.
Juventud, divino tesoro, ya te vas para no volver. Pero fuiste juventud la reina esquiva de cada individuo. Y hoy sigues alumbrando la antorcha de los jóvenes, incluso de los que ya no seremos. Porque unos y otros vamos abriendo veredas en la juventud de un mundo que se renueva y crece cada día, siempre que lo cuidemos para seguir: eterno adolescente que nos supera en estatura. Somos lo joven siempre, cada estación jóvenes que comienzan.