Caminaba sin norte, por un dédalo
de ardientes callejuelas
-la tarde era de julio, y eran las de mi infancia,
mas debieron velarse a la luz de mis ojos
como fotografías donde ninguna imagen
familiar sobrevive:
el viaje había sido de mil tribulaciones,
y aún más largo el retorno-.
Con una torpe suma de vacío
volvía el hijo pródigo a su tierra,
desmadejada nube en el cielo dorado.
Desde un portal sentí que me llamaban
pero no recordaba, si alguna vez lo tuve,
cuál sería mi nombre.
Penetré en la frescura del zaguán,
dejándome arrastrar por un susurro
que no supe si de aire, de agua o de dulces labios
provenía. La sombra dio paso a la penumbra;
la herradura de un arco, al temblor de unas velas:
estrellas parecían de un líquido universo
orillando la sala de los baños.
Al tenue resplandor de aquel millar de llamas
se fueron revelando bóvedas con mocárabes,
zócalos, hornacinas, yeserías, columnas,
el beso de las negras golondrinas…
De algún ángulo oscuro de la casa,
del fondo de la vida me llegaba un aroma
a té con yerbabuena.
El hálito floral de los aceites,
las lágrimas de incienso
no eran más que ebriedad de la belleza,
esencia del misterio.
Desnudo ya de mis cansadas ropas,
el agua, casi nieve, de los cubos vertió
en mí su partitura; su tacto se hizo río
abajo por la piel;
en el áspero guante las escamas, las cuitas, el salitre
del azaroso viaje quedaron enredados;
evaporado el cuerpo, hasta ser solo su alma.
Volvió entonces la voz que me llamase
allá en la calle ardiente, y pronunció mi nombre:
me sonó a la vez antiguo e inédito.
No sé si porque a mí volvía lo vivido
o si porque fuese éste, después de que muriera tantas noches,
un nuevo nacimiento. Acaso el último.
Era la voz del agua, manantial de la mía.
José Antonio Mesa Toré