Corazón en nuestra cultura global significa empatía, sensibilidad, misericordia, amor, ternura y tiempo que acompasa los latidos, explosión de alegría que recorre el cuerpo, tristeza que encoge y aprieta. El corazón se instala como cascada en el pecho y en todas las cosas como lugar abstracto de donde venimos y adonde vamos, buscando el agua y la sangre, buscándose para encontrarnos ciegos en la palestra de vivir.
Corazón apenas se muestra en un dibujo que simboliza amor y afectos, tan trillado y tan tópico, pero siempre eficaz de tan necesario, porque esa imagen tiene el poder de remover nuestras fibras sensibles, lo que somos, fuimos y seremos. I love + corazón + cualquier objeto directo, como exige la gramática. La publicidad ha hecho siempre su agosto y su año con un simple corazón. Pero no basta un dibujo para hablar de la suprema belleza y la imprescindible importancia del corazón, que todo lo guía y lo traza, incluso la frontera entre la vida y la muerte.
La Federación Mundial del Corazón, apoyada por la Organización Mundial de la Salud y de la UNESCO designó desde el año 2000 el día 29 de septiembre como el Día Mundial del Corazón. Y aquí estamos todavía, defendiendo su vigencia, entre la sístole y la diástole, ese espacio que abarca una extensión inacabable de vida realizada y por hacer, mientras se tenga corazón.
Si es un órgano fisiológico, cómo podemos celebrar que siga latiendo, su salud y su legado de emociones y obras literarias, artísticas, cinematográficas, musicales. Ese corazón, recóndito en cada pecho, se erige como pequeño motor del cuerpo, y ha inspirado toda la historia de la humanidad, sabe que ha gestado vida y la ha mantenido con su presencia.
Entonces, si vivimos con él y por él, hay que alimentarlo y amamantarlo, frágil cachorro que nos ama. Si lo tenemos trasplantado de otro, hay que rendir homenaje a quien lo ofreció. Si lo hemos entregado a alguien, hay que cultivarlo, incluso compartirlo. Cada corazón tiene su dueño. Si lo hemos prestado, hay que pedir su devolución cuanto antes, porque no se puede vivir sin él. Si lo notamos triste, decaído, alma en pena, hay que pasearlo por montes y mares, llevarlo al agua, hidratar su compás, como hacemos en el Hammam, para que nunca sufra la sequía. Sin él, muere toda existencia. Por eso lo cuidamos o deberíamos. Cada ser y cada objeto posee un corazón oculto, que hay que encontrar y mimar, como a niño que da sus primeros pasos.
Cuando adolescentes leímos aquel libro sentimental, Corazón (1886, Edmundo de Amicis), diario de un niño italiano, en el que aparecía a modo de cuento Marco, de los Apeninos a los Andes, luego dibujos animados que provocaban tanta lágrima. Era un relato sentimental del corazón y todo corazón.
“¡Oh corazón más duro que diamante!”, decía Lope de Vega. Diamante sí, no tan duro. Herido corazón el nuestro, que necesita objetivos para obligarse a seguir, si es que un día se cansa de latir, cuando ya no muy joven, y empieza a sentirse un “corazón con canas” (Miguel Hernández).