“Si ves una estrella fugaz, pide un deseo. ¡Pero corre! No vayas a perder tu oportunidad”, esa era la voz de su abuela. De pequeña le encantaban las noches de verano y su carácter se fue forjando soñador de tanto mirar al cielo para ver si alguna de esas estelas doradas pasaba ante sus narices.
Inmediatamente después cerraba los ojos y se concentraba durante dos segundos en lo que más deseaba en el mundo. Celia no lo sabía, pero tener siempre en mente un deseo había hecho que se convirtiera en una persona constante y optimista. Poco a poco iba consiguiendo todo lo que se proponía. Y, pronto, los viejos deseos, daban paso a muchos más, nuevos e ilusionantes.
Algunos años después, sumergida en el agua, mirando al cielo frente a esa cúpula estrellada del hammam, sintió que solo tenía que entornar la mirada para volver a ese mismo momento. Su abuela había preparado bocadillos y habían subido al cerro del pueblo. Aunque estaban en agosto y vivían en el sur, el aire refrescaba sus pieles bronceadas por el sol durante el día. “Es la noche de las Lágrimas de San Lorenzo”, les explicaban los mayores. “¿Y quién era San Lorenzo?”, preguntaban ella y sus hermanos. “Fue mártir al que quemaron vivo en una hoguera en Roma. Su muerte fue tan dolorosa que la leyenda dice que aún suelta lágrimas de dolor desde el cielo. Por eso vemos las estrellas fugaces”. “Ohhhhh”, un torrente de voces infantiles se escuchaba inmediatamente después.
Ella, ávida lectora desde bien niña, siempre prefirió las historias mitológicas. Por eso, cuando su abuela acababa, Celia le pedía a su tía que contara la historia de Perseo. Le encantaba escuchar las descripciones sobre las serpientes que Medusa tenía en la cabeza y cómo finalmente el semidiós conseguía cortarla de un solo tajo con la ayuda de la Diosa Atenea. ¡Qué valientes eran las personas en aquella época!
Flotando en las aguas tibias del hammam no pudo evitar dibujar una sonrisa. Se sentía bien volviendo año tras año al pueblo cada agosto. Ahora sus hermanos repetían las historias con sus hijos y nuevos gritos de admiración eran entonados cuando Medusa, Perseo o Atenea aparecían en escena. “La vida es circular”, decía entonces su abuela. Volver a tener decenas de deseos en la recámara para pedirlos en cuanto una estrella fugaz hiciera aparición; reconectar con lo más valioso, con los suyos; contar historias tumbados mirando a ese mar de constelaciones; volver a recordar historias del pasado…
Al abrir los ojos y volver sus pensamientos al hammam, una idea se posicionó como la más reveladora. ¿Qué importaba si con 15 o con 90? ¿Qué relevancia tendría la edad para desear con todas tus fuerzas algo, buscar estrellas y cerrar los ojos mientras lo pensaba firmemente?. “El mundo se divide en dos clases de personas”, pensó, “los que creen que los sueños tienen fecha de caducidad y los que conviven con ellos para toda la vida como si fueran juguetes flamantes y relucientes”.