Hace tiempo descubrimos un atisbo de belleza e inquietud en la película del director Alejandro González Iñárritu, 21 gramos (2003). Después de tragedia y dolor, en una escena íntima de confidencias entre un hombre y una mujer, el actor Sean Penn, que interpreta a un enfermo terminal con trasplante de corazón, enamorado sin muchas esperanzas, recita el comienzo de un poema del escritor venezolano Eugenio Montejo: “La tierra giró para acercarnos,/giró sobre sí misma y en nosotros,/ hasta juntarnos por fin en este sueño”.
Hablaba con este poema del solsticio, ese milagro que sucede cuando el semieje del planeta, en el hemisferio norte o en el sur, está más inclinado hacia la estrella de su órbita, es decir, la máxima inclinación del eje de la Tierra hacia el Sol, que ocurre dos veces al año: dos momentos en los que el Sol alcanza su posición más alta, como sucede en el solsticio de verano, el día más largo, el 21 de junio, y que se interpreta en varias culturas como el comienzo de vacaciones, fiestas y rituales, fertilidad y renovación. Se produce así el renacimiento del Sol, simbolizado en Apolo, dios griego de la inteligencia y la profecía, cuando los pueblos tomaron conciencia de que no podían ser dóciles ante el oscurantismo.
Solsticio de verano. Cuando el sol se ralentiza, aunque nunca se pare, para iluminar la nueva vida con paciencia y máxima luz, durante unos meses.
En definitiva, ha llegado el verano, lo que significa, en lenguaje más prosaico, que ha llegado el calor, la playa, la luz más clara desde el cielo, las tertulias nocturnas en terrazas, patios y jardines, o sacando la silla a la puerta, como es propio en muchas poblaciones pequeñas de España. Se acomoda la gente en la entrada de su casa a charlar y tomar el fresco, sin prisa, por el mero gusto de estar en compañía y disfrutar de que la temperatura se ha suavizado. Una costumbre sana y fructífera para la comunicación.
Verano para amar porque el cuerpo liberado estalla en deseo.
Verano para expandir el espíritu que nos guía en todo cuanto hacemos.
Verano de ferias y verbenas en cada pueblo, en cada ciudad y en cada niño.
Verano para desterrar por unos meses la ropa de abrigo y los obstáculos.
Verano para ser libres de expresar emociones y sentimientos.
Verano para sumergirnos en las aguas de playas, lagos, mares y piscinas. Y también en las del Hammam, porque tenemos la obligación de amar nuestro cuerpo, nuestro templo necesario para continuar este viaje de vivir hasta donde alcance la vista.
O sea, verano para dejarnos el alma en el empeño de hacerla crecer.
Porque recordemos que el alma pesa solo 21 gramos, el peso de un colibrí. Cuando morimos, según la teoría del físico Duncan MacDougall en 1901, se pierden exactamente 21 gramos, de ahí el título de la película que citamos, y que suponemos que se trata de la diferencia entre estar vivo o muerto: el peso del alma, tal vez.