Mircea Eliade, filósofo e historiador rumano nacido a principios del S. XX, en su obra «Tratado de Historia de las Religiones» analiza, a través de toda la historia y de las múltiples civilizaciones que han pasado por la misma, diferentes aspectos y elementos relacionados con la humanidad e integrados en sus estructuras espirituales, como prueba en sí mismo de la importancia que dichos elementos tienen sobre todos nosotros.
El agua ha sido considerada como la fuente de nuestra existencia y de toda la vida sobre la tierra. Presente en todas las manifestaciones de las que tenemos constancia, el agua implica siempre regeneración, la inmersión en agua implica una “disolución”, una transición que está asociada también a un nuevo nacimiento. A través de ella también hay sanación, fertilidad, fecundidad… Incluso relacionada con la muerte el agua ha sido vista recurrentemente como símbolo de resurrección o de renacimiento.
Esto lo reflejan las diferentes civilizaciones y sus creencias filosóficas y religiosas: en la prehistoria, con el círculo sagrado agua-luna-mujer y en todas las que han dejado alguna constancia de su simbología o de sus creencias: Mesopotamia, América, Asia, Egipto, Grecia, Roma… en todas ellas el agua ha sido principio y soporte de todas las cosas, y en todas ellas la inmersión acuática ha sido también asociada a renovación y renacimiento. En palabras del propio Eliade: «Toda [forma] se desintegra, nada de lo que ha existido hasta entonces subsiste después de la inmersión.»
Es algo que llevamos muy dentro de nuestro código genético.
Esa función de las aguas, siempre presente, de limpiar, desintegrar, purificar, se relaciona también con su imposibilidad de adoptar una forma. Todo aquello capaz de tomar forma entra ya en el reino de lo mundano, se somete a las reglas del tiempo y de la vida y por tanto, si no se regenera periódicamente a través del agua termina corrompiéndose y desapareciendo: Volvemos de nuevo a la renovación, al renacer a través de la inmersión en el agua que nos da vida.
¿Será por ese instinto milenario, más allá de los efectos puramente fisiológicos, que venir al hammam nos purifica y nos renueva? ¿Será por todo esto que, cuando ha pasado un tiempo desde nuestro último baño, nuestro cuerpo, sin saber por qué, nos pide volver a la ingravidez de las termas para volver a ese equilibrio que solo el agua es capaz de proporcionarnos?