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MAPA DE CARRETERAS
Lo primero que se me vino a la memoria cuando supe que Magda se había muerto fue el
mapa de carreteras. La vi con el cigarro en la boca enseñándome las rutas que conducían
a Marsella. La noticia la supe por mi madre, su hermana mayor. Murió mientras dormía,
me dijo. Tenía sesenta y seis años. Era flaca, de piel bronceada, ojos oscuros y pelo cano.
Le gustaba que la llamara por su nombre, sin decirle tía.
La conocí a los doce años, en 1989, a su regreso del exilio. Había abandonado la
universidad después del golpe de Estado de Pinochet, cuando cerraron la carrera de
literatura. Primero se fue a Madrid y luego a París. Al regresar de Europa se instaló en
una casa a las afueras de Santiago. Tenía un escritorio de madera, una máquina de escribir
y varios libros en francés. Nunca la vi usar un computador.
Era una acumuladora compulsiva. De eso me di cuenta el día que acompañé a mi
madre a desocupar su casa, una semana después del entierro. Guardaba revistas antiguas,
diarios y postales. En un cajón del escritorio encontré algunas fotos envueltas en una vieja
edición del periódico France Soir. Había más o menos noventa fotos, entre ellas algunas
polaroids en las que aparecía muy joven, junto con amigos, en algún departamento o café
de París.
Entre los cachivaches hallé el mapa Michelin, perfectamente doblado. Al abrirlo
me di cuenta de que aún llevaba la línea roja trazada con bolígrafo. Entonces pude ver a
Magda, de pie, frente al plano de carreteras desplegado sobre el escritorio. Llevaba una
blusa blanca y unos anteojos de marco dorado. Yo era un adolescente. Escuché que me
decía:
—Esta es la ruta París, Lyon, Marsella, ¿ves? Por aquí transitan cada año más de
sesenta millones de personas. Es la médula espinal de Francia.
—¿Es como el camino que hacemos para ir a la playa? —le pregunté.
El único camino largo que yo conocía en aquel tiempo era el que realizábamos los
veranos con mis papás a la playa de Las Cruces. No había otra ruta que conectara Santiago
con el mar.
—Algo así —me respondió, sonriendo—, solo que en ésta se cruza gente de
muchas partes, de Francia, de Italia, de España, de Argelia, en fin, de muchas partes.
Recuerdo que Magda se quedó mirando el mapa. Encendió un cigarro y se sentó
en silencio frente a él. Lanzó el humo a un costado y regresó su mirada hacia mí.
—Algún día volveré —dijo, con tono resulto—. Antes de que el mundo se acabe
para mí, voy a recorrer esta ruta. ¿Me acompañarías?
—¿De verdad, Magda? ¿Me dejarías ir contigo?
Asintió con la cabeza y me hizo señas con las manos para que me sentara a su
lado.
—Mira, el mejor mes es mayo, cuando la primavera comienza a asentarse y el país
no se ha llenado aún de turistas. —Volvió a sumirse en el silencio mientras fumaba, y
agregó—: Podríamos invitar a una amiga. ¿Qué te parece? Escribir un libro de ese viaje,
como el que hicieron Cortázar y Carol Dunlop: Los autonautas de la cosmopista.
—¿Qué son los autonautas?
—Es un juego de palabras que inventó Cortázar. ¿Conoces a Julio Cortázar?
—En el colegio hemos leído algunos cuentos.
—Ah, ¿sí? ¿Y cuáles, por ejemplo?
—En realidad leímos uno, ése que se llama «Ómnibus» —le respondí.
—Ah, sí. El de la mujer que se sube a un bus y se topa con un montón de gente
que lleva flores, ¿es ese?
—Sí. Tuvimos que hacer una disertación delante del curso.
—¿Y cómo te fue?
—No muy bien, en realidad.
—¿Qué significa no muy bien?
—Es que me puse nervioso y se me olvidó lo que tenía memorizado.
Magda se rio y me dijo:
—A mí también me pasa. Cuando estoy muy nerviosa, como que las palabras no
me salen. Pero no te preocupes. Mira, te voy a mostrar algo. —Abrió uno de los cajones
del escritorio y extrajo una foto—: ¿Los conoces?
Yo negué con un movimiento de cabeza.
—Este de barba es Julio Cortázar y ésta de aquí es su esposa, Carol Dunlop —me
explicó. En la imagen aparecían el escritor y la fotógrafa sentados en un sillón. Ella, de
perfil, observaba a su esposo con la cabeza apoyada en su hombro—. ¿Me creerías si te
dijera que los conocí?
—¿A los dos?
—A los dos —respondió dando una última calada al cigarro.
Yo estaba en segundo o tercero de la universidad, cuando Magda me contó más detalles
sobre cómo había conocido a la esposa de Cortázar. Me dijo que, meses antes de que una
aplasia medular la matara a los treinta y seis años, Dunlop visitó la librería de la calle
Soufflot, cerca del Panteón, donde ella trabajaba. Era una librería especializada en
literatura judicial, que abastecía a los alumnos y profesores de la facultad de derecho de
la Universidad de París, que se encontraba enfrente. Me dijo que la Dunlop le evocaba la
imagen de Jean Seberg en la película Juana de Arco, con la cabeza casi al rape y el rostro
huesudo.
La enfermedad debió agravársele en la época que la vio, me contó, pues su aspecto
famélico se había agudizado notoriamente. Llevaba un abrigo muy grueso y un gorro
ruso. Pidió La justicia en las ciudades griegas. Magda la reconoció de inmediato; había
terminado de leer hacía muy poco Los autonautas de la cosmopista. Quiso preguntarle
por Cortázar, pero su timidez fue más fuerte. Buscó el libro en una de las repisas y se lo
entregó.
Carol Dunlop comenzó a hojearlo cuando de súbito un relámpago iluminó la
librería. Al minuto le siguió el tronar de una tormenta. Los clientes, en su mayoría
estudiantes y profesores de la facultad de derecho, dejaron los textos a un lado, miraron
hacia afuera y exclamaron con un largo ¡Oh! al unísono, rompiendo el tradicional silencio
del lugar. Dunlop se giró con dificultad, como si le doliera el cuerpo, y posó su mirada en
el exterior. Un segundo relámpago iluminó sus pómulos salidos; el rostro cansado. Se
quedó mirando la llovizna que comenzaba a caer, las gotas sobre los ventanales de la
librería que deformaban progresivamente el paisaje. Le lanzó una sonrisa a Magda y le
dijo:
—No traje paraguas.
Dejó el libro abierto, boca abajo, sobre el mesón. Se ajustó el abrigo al cuello y
partió apresurada, dando pasitos cortos.
Tiempo después, no muy lejos de allí, Magda divisó por primera y única vez la figura de
Cortázar bajando cansinamente las escaleras del Metro Odeón. Lo observó desde el andén
de enfrente. Cortázar iba hacia el otro lado, dirección Porte de Clignancourt. Le pareció
mucho más alto de lo que lo imaginaba. Su extrema delgadez lo hacía verse largo, como
un niño viejo que no para de crecer. Lo único reconocible en él eran sus enormes ojos y
la barba tupida que, pese a su edad, seguía siendo oscura. Pensó en cruzar al otro andén
y saludarlo, contarle que su esposa había estado en la librería hojeando La justicia en las
ciudades griegas, pero al igual que con ella no se atrevió. Quizás por pudor, pues Carol
Dunlop había fallecido pocas semanas antes y entre los amigos de Magda se rumoreaba
acerca de la enorme tristeza que esta pérdida había provocado en el escritor.
Sobre el hecho se tejían las historias más inverosímiles, me dijo. Se decía incluso
que Cortázar había acordado una especie de pacto con algún ser superior que le permitiría
revivir a su esposa.
La historia me la relató un par de veces:
La noche en que su mujer falleció, el escritor permaneció sentado a los pies de la
cama matrimonial dándole la espalda al cuerpo inerte de Carol Dunlop. Estuvo así hasta
el amanecer, con la vista fija en el ventanal mientras las nubes serpenteaban la luna.
Cuando los primeros rayos del sol iluminaron la habitación, escuchó la voz de Dunlop
que lo llamaba por su nombre. Cortázar se sobresaltó y al tercer llamado se volteó a
mirarla, impidiendo que reviviera. Según lo pactado, el escritor debía esperar a que la luz
del sol bañara completamente el cuerpo de su esposa sin que él la observara.
La última vez que la visité, Magda ya estaba enferma, en cama. Tenía puesta una máscara
de oxígeno. De vez en cuando se la sacaba para hablar. Sobre la cama había unos álbumes
de fotos, un estuche con lápices y bolígrafos, y unos cuantos libros. Uno de ellos era Los
autonautas de la cosmopista.
—Mira lo que tengo aquí —me dijo. Se movió con dificultad, y de la mesita de
noche sacó un pequeño bulto envuelto en plástico. Era el mapa Michelin—. ¿Te acuerdas?
Le sonreí. Me senté a los pies de la cama y le ayudé a estirar el plano.
—Cómo no me voy a acordar, Magda. París, Lyon, Marsella.
Se quedó mirando el mapa unos segundos. Cogió el bolígrafo rojo y empezó a
marcar la ruta.
—El día que me encontré a Cortázar en el metro de París, aunque no le hablé, lo
observé atentamente —me confesó—. Se le veía triste; o tal vez triste no sea la palabra:
más bien resignado.
—No era para menos. Su esposa se había muerto hace poco.
Asintió con un movimiento de cabeza.
—¿Te conté que nos miramos?
—¿Y eso? —le respondí—. Te lo tenías muy guardado.
—Lo vi subir al vagón y en un momento dado, cuando él ya estaba adentro, miró
hacia donde estaba yo. Estoy segura de que me vio.
Terminó de repasar la línea en el mapa y dejó a un lado el bolígrafo. Se puso la
máscara de oxígeno e inspiró largo, sin dejar de mirar el trazo rojo.
—El mejor mes para viajar por esta ruta es mayo —dijo—, cuando la primavera
está asentada y no hay muchos turistas.