Arde el pulmón verde del planeta. Arde la clorofila que nos mantiene respirando, arde la historia primigenia de nuestro mundo. ¿Y a nadie le importa? A nosotros sí. Nos importa esa extensión vegetal que guarda el cofre de los tesoros, los animales que son garantía de la evolución, el agua que fluye como el oro de nuestro siglo. Y todo arde, como si el consumo y el bienestar nos hubieran convertido en insensibles o insensatos. Arde lo que somos y creemos que no tiene que ver con cada cual. Arde la Amazonia.
Hace mucho que las cumbres políticas, la acción de las Organizaciones No Gubernamentales, la ONU y los Gobiernos dicen ocuparse del mayor problema que tenemos: cuidar nuestro planeta para seguir existiendo mil siglos más . Pero luego arde nuestro latido, nuestro oxígeno, el vergel que oxigena nuestro auténtico universo, el único donde podemos existir, y entonces sin remedio asistimos al incendio de nuestra vida, como si no nos incumbiera, como si fuera asunto de una zona de otro continente. Ardemos nosotros, nos extinguimos entre cenizas y humo, sin notar el extremo calor, porque está lejos. O eso creemos.