Entrar en el Hammam con sus aes abiertas
como el agua que aguarda en cámaras y salas:
veladas, silenciosas…
Agua escondida.
Atrás quedó la tarde de un octubre radiante
donde aún hay memoria del fuego del verano:
oh aire nítido
secado por sus ascuas;
oh claridad del día;
oh brillo transparente de la luz.
Acude la ciudad a citas acordadas
en torno a los manteles. Se acalla su bramido.
Y, ante la puerta doble que anuncia lo que espera,
la que viene de lejos responde a la llamada
del agua y su murmullo.
Mujer de otoño,
que encuentra en el otoño la vida y su reclamo.
Las dos puertas convergen en ella que camina
por pasillos de ámbar. Ya no es ella,
es un cuerpo que comienza a vaciarse,
que comienza a dejarse llevar, a desatarse,
a limpiarse,
a bajar
a las aguas que llevan a su olvido,
a pararse en el tiempo
al penetrar
el agua que parada la recibe.
Ya no es nada: una hoja
que flota bajo hojas de atauriques,
mecida en estrelladas lacerías
que a su lado titilan, acunada en la cúpula
que artesona la altura -prodigio del reflejo-,
viviendo el espejismo, compartiendo su vaho.
Solo cuerpo. Y tibia suavidad.
Y humedades ardientes. Y relámpago frío.
Ahora arcilla, en las manos que amasan
su contorno, que modelan su piel.
Ahora alma, aspirando el aroma
del jazmín en el aire, escuchando los ritmos
que luego intentará traer a su recuerdo
cuando ya todo acabe. Octubre fuera.
Todo lo insano ha sido destruido
a la luz de las velas, filtrado en los desagües.
Oh la brisa de octubre en la piel renovada,
renacido el sentir, borrado el palimpsesto.
Reverbera el poniente en los cristales
y los destellos rojos parece que traspasan
el corazón. Gozo agudo el instante.
Luna llena en el Este. Oh la vida.