Noviembre es muy especial para mí, no solo porque en él nací hace un montón de años, sino porque es el mes de los que ya no están. Las personas que más quiero han nacido o han muerto en ese período del año. Puedo hablar de los muertos apaciblemente, sin tristeza ni desasosiego, porque ha pasado el tiempo necesario para que ya no me duela tanto su ausencia. Al principio, no me entraba en la cabeza que no estuvieran en algunaparte. Lo razonable eracreer que, antes o después, los encontraría en cualquier lugar.
¡Qué paradójico es tener que morir para alcanzar la inmortalidad! Me consolaba pensando que solo morirían definitivamente cuando dejara de recordarlos. Como no quiero que se vayan desdibujando, hoy, sin atizar demasiado la nostalgia, me gustaría honrar a quien me enseñó algo importante; una persona con la que tuve multitud de dificultades felizmente superadas. No somos conscientes de que hasta los actos más insignificantes se van acumulando y terminan teniendo consecuencias, tanto para lo bueno como para lo malo. Me convenció, por ejemplo, de que necesitamos tener conflictos para saber cuánto estamos dispuestos a amar, porque la prueba esencial del amor es la capacidad de perdonar. Quizá, por eso, soy tan conflictiva con las personas queridas. Ahora lo entiendo. La última prueba superada fue aceptar que se había ido para siempre y que mis recuerdos lo harían inmortal.Después de decirme que, en realidad, la situación había llegado a un punto en el que sólo vivía por no darme un disgusto, se fue y me dejo sola, precisamente, para que yo aprendiese a valorar con más sabiduría la fugacidad de la vida.
En realidad, es lo que hacemos todos, estar vivos para los demás. Pues bien, a esa persona tan querida, recuerdo que le fascinaba el mundo árabe porque le situaba en la intemporalidad. Sentirnos fuera del tiempo es la mejor manera de saber a ciencia cierta el lugar diminuto que ocupamos, no ya en el universo, sino en la tierra. Viajaba para perderse, no para encontrarse a sí mismo, para emprender una ruta sin fin, para dejarlo todo atrás, llegar vacío al punto de destino y contemplar lo extraño, de la mano de gente amable que nos enseña a mirar de otro modo y a llamar las cosas con diferentes nombres. Era muy gustoso descubrir ciudades destartaladas, anárquicas, desconcertantemente hermosas, con callejuelas repletas de gente ruidosa, que huelen a menta, incienso, azafrán, mirra, dátiles, telas, perfumes densos y dulces recién horneados. Juntos fuimos a visitar desiertos, necrópolis, pirámides, templos, zocos, mezquitas y también un hammam muy similar al que estoy disfrutando en este preciso instante. Como casi todo el mundo, soy muy contradictoria. Quizá la sabiduría consiste en dosificar ambos elementos en su justa medida: lo anárquico, caótico y desordenado con la quietud, el silencio y el vacío. Hay que parar, sumergirse en el agua de un hammam para limpiar el cuerpo, pero, sobre todo, la mente, gozar del momento sin ansiedad y recuperar la calma. La quietud, el silencio y el agua son una alianza sublime, que permite situarnos entre el cielo y la tierra, lo celestial y lo humano. Y este noviembre propicio para el silencio, como casi todos, es muy especial para mí porque sigo teniendo esperanza y lo estoy celebrando sumergida en un baño cálido.
No en vano, el agua es el símbolo que une a las tres culturas que convivieron pacíficamente en Al Ándalus. Lástima que muchos lo hayan olvidado.