Al fin vamos sabiendo el verdadero significado de esta expresión: echar de menos. Cuántas veces no la hemos usado en vano o sin motivo. Cuántas veces echar de menos era quejarse de distancia, de alguna pérdida, del hijo estudiando en otra ciudad, del novio ausente. Ahora ya sabemos el alcance que supone echar de menos.
Echar de menos familia, calle, escuela, ruido, coches, viajes, paseo, quedar, comer fuera, ocio callejero, ir de compras, el mar, el arroyo del pueblo, la plaza donde nos conocimos, el colegio junto al mercado, el parque para correr. Echar de menos es expresión de toda la humanidad que albergamos, ahora que en verdad nos enfrentamos a nuestra propia humanidad.
Una estudiante de Erasmus parece una refugiada de guerra en cualquier país extranjero. No puede volver a casa y pasa las semanas en su mínima habitación, con su ordenador y su comida de emergencia. Echa de menos los guisos de su madre, las peleas con sus hermanos, las salidas con sus amigos.
Compañeras de trabajo echan de menos los desayunos, las risas y los chismes, ese rato de descanso en cualquier empresa.
El abuelo en la residencia no puede salir del cuarto. Echa de menos las partidas de dominó, la visita de los hijos y nietos, las tardes de televisión en que debatía con sus amigos sobre el Gobierno y la vida.
La ama de casa echa de menos sus compras, quedar con las amigas un rato para intercambiar noticias, recetas, críos.
El oficinista echa de menos su escritorio, su jornada centrada en objetivos, la escasez de una mañana que se hacía corta o larga, la ilusión de tener trabajo y salario.
Aquel paseante del barrio echa de menos encontrarse con los otros, sentados en un banco, arreglando el mundo entre ellos, con sus ideas y su experiencia.
El niño echa de menos su colegio, el recreo, los juegos de competencia en que brillaba, los sermones de la profe.
La concertista echa de menos cómo volaban sus manos al piano, dirigida por el director, acompañada por las cuerdas, el viento y la percusión.
El camarero y la cocinera echan de menos la magia de crear un mundo de sabores para los clientes, las felicitaciones, el orgullo de un trabajo necesario por otros. El camarero echa de menos su bandeja. La cocinera, sus fogones.
El recepcionista echa de menos el barullo de turistas entrando y saliendo. La dependienta echa de menos su sección de perfumes. La maestra echa de menos a sus alumnos. El ingeniero echa de menos caminos o puertos. El pescador echa de menos el oleaje y las redes.
Los visitantes del Hammam echan de menos las aguas, los masajes, ese espacio donde fueron libres y comulgaron con su cuerpo y espíritu alguna vez o muchas veces. Aquel aroma de aceites y penumbra para soñar.
En fin, nos hemos convertido en gente que echa de menos el movimiento feliz del mundo, ese mundo que fue el pilar de toda vida. Pero algún día dejaremos atrás este sentimiento. Volveremos. Ya queda menos. Y tenemos esperanza.