Cine al aire libre para niños, jóvenes, maduros y ancianos. Durante más de un siglo, el cine de verano ha ofrecido aliento, ocio, encuentros de piel, emociones y educación a muchas generaciones. Y sigue siendo un referente cultural y humano en nuestro país, gracias a ese invento mediterráneo del cine de verano. Aunque en realidad sus orígenes datan de 1921 cuando se practicó por primera vez en Texas y luego se popularizó en todo Estados Unidos con el llamado autocine: una gran pantalla que podía verse desde los asientos de los coches en el parking.
Pero nada que ver con nuestros auténticos cines de verano, en plazas, playas y patios, lugares míticos con aroma salobre de mar o de jazmines y damas de noche. Recordemos aquel cine de estío junto a un puerto siciliano en la película Cinema Paradiso (Tornatore, 1988), proyectada al abrigo de las olas. Recordemos nuestros cines en pueblos y ciudades: cuánto séptimo arte, cuántos novios, cuántos niños ruidosos o estupefactos y familias enteras comiendo pipas, palomitas, sin retirar la vista de las imágenes.
Todos sobrecogidos ante Escarlata O’Hara jurando no volver a pasar hambre en Lo que el viento se llevó (Víctor Feming, 1939), lagrimeando ante la orfandad de Bambi (David Hand, 1942), cruzando el desierto entre sioux, caballeros y damas en La diligencia (Jonh Ford, 1939), luchando mano a mano con Espartaco (Stanley Kubrick, 1960), renunciando al amor en el aeropuerto de Casablanca (Michael Curtiz, 1942), o cantando con las películas de Manolo Escobar, el Dúo Dinámico o Marisol.
Distinto de las salas de cine convencionales, las pantallas se arropan con el cielo azul noche, con aromas, con brisa marítima o fresco de solano. En cada pueblo, en cada villa, en cada recuerdo que guardamos, allí se abre la magia de un cine al que vamos con la infancia impaciente, con los primeros besos o con la decadencia amable de quien ya ha vivido mucho.
Además, supone la ocasión de ver películas que se estrenaron en el otoño o el invierno pasados. Ahí están las novedades o los clásicos para embriagarnos de polvaredas del Oeste, aceras de Nueva York, una de romanos, el musical que entona sentimientos o los dibujos animados que encienden risas en nuestros niños. Hemos visto, en la semipenumbra, a esas criaturas aprendiendo, a través de las imágenes, todas las emociones y frustraciones que el futuro les depara. Y hemos visto a los padres descansar del trabajo mientras miraban caer la nieve rusa en Doctor Zhivago (David Lean, 1965) o mientras se indignaban con Los santos inocentes (Mario Camus, 1984).
Parte de nuestra educación sentimental se forjó en los cines de verano. Allí nos enseñaron la aventura, las pasiones, las batallas, las guerras, el humor, el erotismo, el dolor, lo mejor y lo peor de lo que vamos siendo mientras vivimos. Para ser más y mejores, tenemos que visitar los cines de verano y bañarnos de estrellas, cultura, entretenimiento, pulsiones, pues solo el buen clima permite vivir de una sola vez tantas maravillas juntas.
Foto de portada: CineJardin – https://es.wikipedia.org