Me gusta contar historias. Es mi trabajo. No creo que sea mejor que construir muebles de madera, hornear pan o conducir un autobús, pero tampoco es peor. A veces para contar bien una historia hay que meterse en el barro, estar demasiado tiempo lejos de casa, caminar algún tiempo por la cuerda floja, hablar poco, equivocarse mucho, volver a empezar de cero, pasar noches en blanco. No supe que quería ser escritora hasta que lo fui y, desde entonces ya no pensé en ser otra cosa.
“Cuando deje de tener pasión por la escritura, cuando no consiga hacer vivir a un poema, dejaré de escribir”, esto es lo que respondió Ángeles Mora hace un año al diario El País cuando le preguntaron hacia dónde caminaba su poesía.
No estoy en la sala de un quirófano, sino en los baños de un hamman, atmósfera sedante como el propofol que me inyectaron para que durmiera, para que soñara contigo, Papageno, sin dolor. Papá no.
“Si ves una estrella fugaz, pide un deseo. ¡Pero corre! No vayas a perder tu oportunidad”, esa era la voz de su abuela. De pequeña le encantaban las noches de verano y su carácter se fue forjando soñador de tanto mirar al cielo para ver si alguna de esas estelas doradas pasaba ante sus narices.
A veces nuestro nombre configura nuestra personalidad. En el caso de Marina Perezagua también lo hizo su apellido. El agua marina y la literatura son las cosas más importantes de la vida de esta sevillana afincada en EE.UU desde hace 15 años. Por eso es escritora y nadadora de aguas abiertas. “Y entonces comienzo a escribir, que es lo mismo que nadar”, nos cuenta en el relato que publica en el diario El Mundo cuando cruza el Estrecho de Gibraltar a nado en cuatro horas en 2015.
El rato en la terma caliente sumió a Julio en un estado en el que le costaba reconocerse. Tenía los poros de la piel abiertos, el calor le había desorientado un poco y, envuelto en los efectos del vapor de agua, había llegado a pensar e, incluso, a soñar –no descartaba haberse quedado dormido-, que no estaba allí, sino sentado en un banco entre la densa niebla de una calle de Dublín. Qué cosas, sí él nunca había estado en Dublín.
Ella dejó el libro que estaba leyendo y miró el calendario como por un impulso que le quemó las yemas de los dedos y le sacudió el pecho. Sabía que algo muy bueno estaba a punto de ocurrir, aunque la acumulación de prisas diarias no le permitía acordarse de qué se trataba. Al girar la cabeza hacia su derecha, su cuerpo también dio un pequeño respingo de asombro.