Arde el pulmón verde del planeta. Arde la clorofila que nos mantiene respirando, arde la historia primigenia de nuestro mundo. ¿Y a nadie le importa? A nosotros sí. Nos importa esa extensión vegetal que guarda el cofre de los tesoros, los animales que son garantía de la evolución, el agua que fluye como el oro de nuestro siglo. Y todo arde, como si el consumo y el bienestar nos hubieran convertido en insensibles o insensatos. Arde lo que somos y creemos que no tiene que ver con cada cual. Arde la Amazonia.
Hace mucho que las cumbres políticas, la acción de las Organizaciones No Gubernamentales, la ONU y los Gobiernos dicen ocuparse del mayor problema que tenemos: cuidar nuestro planeta para seguir existiendo mil siglos más . Pero luego arde nuestro latido, nuestro oxígeno, el vergel que oxigena nuestro auténtico universo, el único donde podemos existir, y entonces sin remedio asistimos al incendio de nuestra vida, como si no nos incumbiera, como si fuera asunto de una zona de otro continente. Ardemos nosotros, nos extinguimos entre cenizas y humo, sin notar el extremo calor, porque está lejos. O eso creemos.
Hace poco, el 5 de junio, celebrábamos el Día Mundial Medio Ambiente, establecido por la ONU desde 1972, como una fecha inútil marcada en verde en el calendario, como deseo sin verdadero empuje, como afán sin tarea concreta. La historia nos persigue y nos acosa. La historia pone en cada jornada la llama incendiaria de un fracaso. Nos gusta que cada materia importante tenga su día señalado, para recordar. Pero no solo para recordar, quizá también para actuar.
No hace tanto, apenas una décadas, se produjo la mayor catástrofe medioambiental: el accidente de Chernóbil, en 1986. Y todavía acecha su dolor, con miles de muertos y enfermos, y secuelas ya imborrables durante siglos y siglos. Solo un enorme sarcófago, que guarda las ruinas del reactor, nos protege de la futura radiación, no se sabe hasta cuándo. Y sin embargo, amenazados por el peligro, seguimos produciendo energía con centrales nucleares. Este mismo año hemos podido ver la magnitud de esta tragedia en la serie Chernobyl (Craig Mazin y Johan Renck, 2919) y nos hemos estremecido de espanto al mismo tiempo que miramos arder la Tierra.
Tal vez contemplamos los incendios del Amazonas como fuegos artificiales, chispazos que salen en la televisión, antorchas en las fotos pequeñas de los medios de comunicación, ese inmenso río cercado en sus orillas por la lumbre del desastre.
Miramos las llamas y la devastación. Y acaso nuestra propia vida retrocede.